jueves, 20 de junio de 2013

A veces me pregunto...


¿Por qué me gusta tanto el cine? ¿Por qué siento tanta pasión por las imágenes? ¿Por qué me encanta ver el mundo a través de los ojos de otros? ¿Por qué, aunque la industria y el mercado me decepcionen a menudo, mi corazón sigue fiel, incluso cuando mi cabeza quiera olvidarlo? 

Ahora que vivo sola tengo mucho tiempo para reflexionar. Entre viajes de tren y de metro y las ocasionales esperas en los andenes de las estaciones, me he dado cuenta que la mayoría del tiempo pienso en lo mismo y en los mismos. Los que me conocen saben que soy una persona melancólica, que siempre está pesando en el pasado.  Y tal vez es por eso que amo al cine, porque puedo ver una y otra vez lo que me gusta, lo que me ha hecho reír, llorar, enojar.

Confieso que pienso soy egocéntrica, y que en el fondo mi inseguridad no es más que un reflejo de eso. Pues siempre estoy pensando que la gente está pendiente de lo que hago, de lo que pienso o de cómo lo digo. Cuando veo una película siempre estoy haciendo "liens" como se dice en francés. Es decir que siempre las relaciono con algo que he vivido o he visto en la vida de quienes me rodean. 

Cuando veo películas de amor, es evidente que pienso en dos personas que al parecer siempre llevaré en mi corazón. Cuando veo películas sobre la infancia, mis primos vienen a mi mente, mis abuelos, las montañas de Bogotá, el frío sabanero, el calor tropical, el río Magdalena, las vacas; el colegio está siempre presente y los niños a los que he conocido en mis experiencias profesionales invaden mis pensamientos. 

Cuando veo películas argentinas recuerdo palabras, amigos, fiestas y una parte de mí que descubrí en ese país del sur que me fascinó, y que con frecuencia olvido. Además aunque estaba al otro lado del mundo, fue en el sur donde el romanticismo chino de Wong Kar Wai me cautivó. El cine francés me hace pensar obviamente en mis amigos franceses, pero paradójicamente me lleva a las aulas de la Universidad Nacional, a esa época en la que descubría a Godard, a mí amado Truffaut y a Agnès Varda. En esos años, además, un señor inglés amante de la comida me sedujó. Sí, es el Señor Hitchcock. En esa época creíamos conocer todo sobre el séptimo arte, pero sin ni siquiera saber cómo se conectaba un DVD. 

El cine también me hace pensar en lugares desconocidos y me ayuda a soñar con ellos. Hay películas  que me hacen amar a Colombia, cuando veo las sonrisas o lágrimas de los jóvenes de mi país, pero también hay veces en las que siento odiarlo porque de repente me vuelvo a sentir decepcionada del lugar en el que nací. 

Mi familia siempre está ahí, ellos están por encima del cine, bueno,  más bien puedo decir que yo misma hago mis propias películas con estas tres personas que conducen mi existencia. 

Acabo de encontrar una teoría: Amo al cine porque me permite mantener vivos mis recuerdos. El cine le da matices a mi nostalgia y a mis días solitarios.  Hay días en los que veo una película caleña y se me alegra la semana, como cuando vi Solecito. Otros días siento que me hierbe la sangre, la rebelde en mí se despierta, y  se ahoga en su impotencia porque películas como "Después de Lucía"  o "Django" me recuerdan que no todo es color de rosa y cuestiono mi rol en este mundo. 

Los hemanos Coen le dan picante a mi experiencia cinematográfica. Ellos me hacen pensar en esa gente rara que me encanta.  Incluso pienso en mí yo de humor negro y pensamientos oscuros, que me visita con menos frecuencia en estos ultimos años. 

Amo el cine porque mantiene viva mi mente y mis pensamientos, y porque en momentos como este en los que no tengo nada que hacer, puedo distraerme escribiendo y reflexionando por esta pasión que me consume.